martes, 8 de noviembre de 2011

Naranja



Sólo las sucias se visten de naranja. Y los hombres, en silencio y a su manera, las miran tanteando la calidad de sus curvas. Unos con más y otros con menos disimulo. A ellas no les importa, ése es el objetivo.
Por la puerta izquierda, mientras la fila del banco se mueve lento, entra la primera. Sin ser hombre, yo también la miro y me molesta. Me molesta su cara de soberbia, su mirada de desdén, su caminar medio pomposo y esa pregunta tonta que todas hacen cuando encuentran a su primera víctima: “¿Está es la fila para…?”. Sabe que cuando se de vuelta, se le clavaran miradas en la espalda y en un placer oculto, un tanto morboso, sonríe fingiendo coquetería.
Se acomoda el largo pelo con la mano sobre el hombro. Qué sucio es el color naranja. Sólo la fruta es digna de vestirlo con elegancia, siendo que a veces, incluso, los tonos fuertes engañan a la vista y la alejan de un fondo ácido, cruel, inesperado. Siempre se habla de manzanas: yo creo que la más vil es la naranja.
Por el costado derecho sobresale una ruedita de grasa entre la camisa y el pantalón. Supongo que soy la única que lo nota. Es pequeña, desagradable, aborrecible, repulsiva, grotesca, pero ellos no lo notan. Sólo ven anaranjada su ropa y ya piensan en cómo se verá desnuda. Yo lo pienso ahora y me asqueo de mí misma por permitirme la imagen.
Cómo si fuera poco, tiene los ojos azules. El máximo signo y más seguro de superioridad racial y blanco permanente de la atención en el banco y lo más probable en cualquier lugar que entre. No importa si cabe la posibilidad de  que pudiesen ser falsos. Sólo importa que no sean negros o cafés, incluso el verde tiene un valor menor dentro del mundo de la estética. El azul es la madre.
Entran más mujeres, con ropas más ajustadas, pero parecieran ni inmutar  los pensamientos de los presentes: Morenas, rubias, altas, curvilíneas, todas hermosas en su estilo, inadvertidas se mueven hasta las filas que les corresponden. Café, negro, blanco, verde, demasiado comunes como para significar algo.
Yo la observo. Se apoya de un pie en otro a medida que pasan los minutos y se va impacientando. Un tipo de aspecto pobre que a primera vista no pude distinguir si era hombre o mujer, se le acerca y le susurra algo al oído.  Ella lo mira con desagrado.
Me pregunto si a alguno de los clientes le interesará saber su nombre, de dónde viene, por qué está aquí, a dónde va o si a alguna de sus víctimas realmente le gustaría conocerla, hablar de banalidades trascendentes, de a qué le teme, de sus padres, su hermanos, sus mascotas, su vida. Me pregunto si alguien la querrá más de quince minutos y siento compasión por ella.
Sus movimientos me inspiran un patetismo similar al de ver a un cachorro abandonado. Sonrío con disimulo, me paro de mi silla, me acomodo la blusa, me acerco a un caballero y pregunto: “Disculpe, ¿Esta es la fila para depositar?”, me sonríe, asiente con la cabeza y yo giro con lentitud. No importa, sólo las sucias se visten de naranja.

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