martes, 8 de noviembre de 2011

No me mires así


“No me mires así”, pero no lo estaba mirando. Probablemente ni siquiera sabía quién era él o por qué le hablaba. No importaba, ya estaba acostumbrado.
De pronto, la cuchara se cayó de la mesa y el puré, mezcla amarillenta y viscosa con ese olor molesto a comida licuada se esparció por toda la sala, manchando la alfombra, las patas de la silla y la vitrina con copas empolvadas que adornaban la esquina izquierda. Él sonrió, la miró con picardía, como esperando una reacción de vuelta, alguna mirada cómplice, algún dejo de animosidad, pero no encontró  sino un chorro de saliva largo escurriendo de su boca, distrayendo la atención de esos ojos verdosos desorbitados. Lo más triste es que ya ni siquiera le resultaba incómodo; se había convertido en rutina y la soledad, junto con el mugre, la desazón, el vaho penetrante de la orina mal lavada y las manchas de tantas cucharas caídas inundaban la situación. Incómoda vida de incómodas repeticiones.
Él solía decir que en su casa vivían más animales que personas y era, penosamente, cierto: su compañía, aparte de ella, estaba conformada por tres gatos, dos perros, seis canarios y una tortuga que mal que mal demandaban atención y en numerosas ocasiones, parecían ser más de este mundo incluso que ella, que parecía siempre distante. Eso sin contar las muchas ratas y arañas que se esperaría habitasen los cuartos cerrados tantos años atràs. “Los motivos omitimos y luego olvidamos” era la escueta respuesta cuando alguna osada sirvienta, de esas esporádicas con buenas intenciones, se atrevía a preguntar por las puertas del segundo piso. Aunque con el tiempo, las criadas y las preguntas fueron en disminución al punto que ya nadie frecuentaba la inmensa y vacía casa.
Ahora, por su parte, su vida estaba dedicada por entero a ella; a servirla, lavarla, alimentarla y conversarle con la vaga esperanza de que, quizás, con sus cuidados y amor, volviera en sí. Los médicos, al menos los convencionales, nunca fueron muy optimistas respecto a ello, pero él no perdía la fe pensando en una de las últimas peticiones de la abuela antes de morir: No la abandones porque nunca se sabe cuándo puede ocurrir un milagro… En su oscura pupila seguía grabada la imagen canosa de aquel momento. Incómoda abuela con incómodas promesas: demasiadas ilusiones para tan poco hombre.
Se agachó y empezó a recoger las pozas más grandes de puré. Con el incidente la hora de la comida había terminado, de todos modos el plato estaba casi vacío. Debía, como correspondía, quitarle el babero y llevarlo a la cocina para un lavado exhaustivo de dientes: Eran sólo cinco y debían permanecer impecables y sin caries, sino, el problema podría tornarse mayor.
No se inmutó ni cuando le empujó la cabeza para botar la espuma ni cuando sin querer le lastimó la encía y empezó a sangrar: un hilito de sangre acompañando la elástica baba que bajaba por la mejilla derecha. Le inquietaba esa pasividad. De a momentos tenía que ponerle el dedo bajo la nariz para asegurarse de que aún respiraba. Le entretenía, sin embargo, el movimiento monótono de sus pies cuando estaban en el jardín; era, a su parecer, la máxima expresión de felicidad y él, nuevamente sonreía pensando que en ese silencio cerebral, aún penetraba una mínima nota del canto de la vida.
Cuando empezó a enfriar la noche, la entró. Recorrió a paso lento los pasillos y en la sala, la traspasó de la silla de ruedas al diván: el diván de terciopelo que solía amar, antes, y en el que ahora era sólo un lánguido y pálido pedazo de carne, deformemente recostado sobre la tela desteñida.
Caminó despacio hacia el piano, tanteando las melodías en su cabeza. No era tan bueno como ella, pero un poco sabía, y, por otro lado, los expertos, esos investigadores siempre ajenos y lejanos de los casos particulares, decían que la música hacía bien en situaciones “como la de ella”. Se dejó caer pesadamente en el butaquito frente a las teclas: momento de completar la última etapa de la rutina, antes de ir a la cama.
“¿Empieza con un sol, cierto?” dijo, mientras levantaba la tela que cubría el instrumento, pensando quizás que ella sabría a qué se refería. “Sí, era un sol ¿Te acuerdas que tú me la enseñaste?” se respondió para evadir el profundo silencio que empezaba a llenar el cuarto. Diez años y aún sufría con los silencios incómodos.
Sin esperar respuestas, las manos se le movieron solas. No importaba el nombre del sonido, era el sentimiento el que guiaba. Derecha, centro, una mano en la izquierda y luego vuelve. Repite. Derecha, centro, derecha otra vez. La habitación se ilumina, como si los colores mustios de las cortinas fueran fulgurosos rojos y dorados, como si las copas rotas abandonaran sus trizaduras y el polvo para renovar su brillo; hermoso verde el de la alfombra. Los perros ladrando felices en el patio, ya los niños corriendo, ya los pasteles en la cocina y ese olor a pan horneado flotando en el aire, llenando la casa de olores exóticos olvidados. Y el trino de los famélicos canarios, ahora plumíferos nobles, potente y sincero, acompañando armónicamente la escena. Al centro de todo, el diván, su terciopelo, su alma medio perdida, en dos o tres minutos, quizás treinta, cuarenta, mil, qué interesa, era eterna, reluciente, pomposa, altanera entre los otros muebles, como antes y encima del diván, le sonreía de vuelta, con más dientes, con todos los dientes y con esos ojos negros aún más vivos y simpáticos como en los sueños, así, felices lo que durara.
Pero, luego, como todas las noches, la música se escindía y con ella, las luces, el júbilo y la belleza, dando paso de nuevo a la misma anterior agonía, la patética conformidad de quien se resigna a la vida que lleva y que detesta. La misma monotonía como de pies colgando en la nada; sin ser feliz y sin poder huir.
El mismo cuerpo lánguido regado en el diván gastado, el mismo penetrante olor a orina, pequeños mundos en los montones de inmundicia del suelo, manchas verdes en el techo que antes no había notado. Serían nuevas. Tomó una servilleta, le limpió el chorro de baba del cachete izquierdo y notó un movimiento, tal vez involuntario, al hacer contacto el papel con su piel. “Ya, ya, no me mires así” le dijo mientras le acaricaba la cara, pero tampoco estabaº mirando, eran sólo impresiones y sonrió recordando la esperanza de mejoría. Con esfuerzo lo levantó y lo traspasó a la silla de ruedas, no se inmutó, pero no importaba. Miró por la ventana, pensó en la abuela, en los perros, los pasteles y suspiró pensando en los diez años que ya llevaba dedicada a él.

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