martes, 8 de noviembre de 2011

Elemento permanente


Evocaciones

Elemento permanente, ya no consciencia suelta,
Sino tormento azul verdoso e insensible.
Pareces la primavera dañada
En el otoño morado de mi memoria.
Así es como te extraño,
Así es como no te quiero,
Así es como mañana serás, para otra, lo que en mí perece.

Elemento permanente, es incómodo escribirte
En silencio, como antes,
Como los ayeres que no recuerdo
Y los monólogos desiertos de los que emerges.
Es incómodo el nosotros
Que repta, rencoroso, entre tu rostro y el mío
Y nos mira… y nos advierte.

Elemento permanente, ya no señor o caricia prohibida
Sino inútil resto de un sentimiento piadoso
Y cómo te extraño, elemento;
Y cómo te olvido, permanente,
Si soy el mar que mueve la arena
En que duermen las cenizas de aquello muerto
Y las revuelve, y las revivo
Y las consiento.

Elemento permanente, ya no consciencia suelta,
Sino herida irresoluta,
Sino tragedia, sino silencio, sino gris,
Sino morado, sino siniestra, sino dorado.
Elemento permanente, ya no inocente pensamiento,
Eres como el invierno frío
Que enturbia mi verano
Y que no cree, no percibe,
La falsa indiferencia que esconde el rechazo.

El teatro de las Memorias


Comienza: la primera pisada siempre es la más difícil, aunque no me corresponda. Me recorre el escalofrío típico de pensar en aparecer en escena, decir las líneas ensayadas media hora antes de que comience la obra y que vengo calentando en mi cabeza mientras Josefina, la que siempre se enferma de algo, le pone un acento extraño a su diálogo. Yo escribí este drama: no debería tener miedo.
Ella despierta en un sitio desconocido. Alguien se acerca a su oído y le dice que le siga. Le ayuda a levantarse, ella obedece sin chistar.
Piso los escombros,  mientras mi mirada acaricia un dibujo  infantil arrugado que se asoma debajo de pedazos de techo y una que otra osada botella dejada descuidadamente por los destructores. No reconozco el trazo de nadie en particular ni me es especialmente llamativo lo que representan. Escucho el silencio.
El camino parece largo e interminable, ella no sabe a dónde se dirige. Quien la acompaña parece confuso también con respecto a sus destinos.
Claudia no actúa muy bien. Siempre fue demasiado tímida como para hablar claro, mucho menos es capaz de proyectar la voz como corresponde, pero hace un esfuerzo por recordar todo lo que dice su personaje. Mis compañeras sonríen porque saben que no es fácil para ella, yo no sonrío porque los nervios me carcomen por dentro. No puedo pensar en Claudia.
La profesora la mira atentamente. La trama es entretenida, lo sé, pero sus ojos son estoicos, planos, lisos, inmutables. Me siento como un árbol; observado, pero invisible, y sin capacidad para irme. Sin posibilidad de esconderme de la pregunta implícita. Mi vida no va en ello… mi fe sí.
No quiero llorar. Me muevo lentamente  y con cuidado sobre la madera que cruje porque siento que se podría romper en cualquier momento. Nos recuerdo tras bastidores, Pilar casi se cae por ponerse el vestido de princesa. La cortina está sucia, desteñida, vieja. El tiempo me parece efímero; mi vida se resume a breves instantes. No lloro.
Camino, desvarío en mi cabeza. Circunstancialmente me encuentro aquí, mi mente pareciera estar en otro lado.
Hay una casa oscura al fondo del sendero. No saben quién vive allí, pero no importa.
La puerta se abre, una persona encorvada atiende y en seguida, llaman al amo de la casa.
Entro: Sofía espera que yo diga “Aquí estoy”. Me doy cuenta de que sólo me dediqué a escribir, pero no reparé en quién sería yo finalmente a la hora de actuar. Tengo el protagonismo de la escenografía. Lo digo y espero una respuesta automática para continuar un diálogo superfluo que, al repetirse en mi cabeza, suena a gasto de papel. La luz de las lámparas es tenue, la cambian de azul a rojo como les indiqué. Mi aparición marca el momento clímax de la obra; dejo de ser un nadie complementario y vivo.
Todo cobra sentido: el sitio, despertar, caminar, encontrar. El amo de casa abre las ventanas d y explica lo finito de los comienzos.
Mi mirada se centra en la puerta posterior. Hecha pedazos desde  que la construyeron, pero con ese ligero toque a olvido que recubre todo ahora. Es el Teatro de las Memorias.
Ella vuelve a su casa. Abraza la almohada, estaba despierta. Muy largo el camino, muy insignificante la enseñanza: todo acaba.
Escucho el aplauso ligero del resto del curso. Veo que la profesora sonríe en su asiento y un suspiro recorre mi cuerpo, pero no llega a mi boca. No es alivio, es júbilo. Las luces azules-rojas son blancas ahora. Me toman la mano, apretó con fuerza: reverencia final.
De repente, ya no hay Josefina. Sólo yo, mi abstracción, el techo caído y la promesa de demolición en un par de semanas. Yo y la impotencia de pisar mi propio campo santo.  Yo y cuanto triste recuerdo ronde las maderas del teatro donde Pilar se afanaba  por vestirse y Claudia por hablar y Sofía por recordar la línea.
Acaba: la última pisada siempre es la más triste, aunque no me correspondió a mí determinar el final. Piso los escombros, pedazos de techo y una que otra botella, dejada descuidadamente por los destructores. La escalera yace lejos del escenario y me pregunto por la conciencia de aquel que determinó que esto fuese así. Yo no escribí  este drama y no sé si debería tener miedo. Escucho el silencio.



No me mires así


“No me mires así”, pero no lo estaba mirando. Probablemente ni siquiera sabía quién era él o por qué le hablaba. No importaba, ya estaba acostumbrado.
De pronto, la cuchara se cayó de la mesa y el puré, mezcla amarillenta y viscosa con ese olor molesto a comida licuada se esparció por toda la sala, manchando la alfombra, las patas de la silla y la vitrina con copas empolvadas que adornaban la esquina izquierda. Él sonrió, la miró con picardía, como esperando una reacción de vuelta, alguna mirada cómplice, algún dejo de animosidad, pero no encontró  sino un chorro de saliva largo escurriendo de su boca, distrayendo la atención de esos ojos verdosos desorbitados. Lo más triste es que ya ni siquiera le resultaba incómodo; se había convertido en rutina y la soledad, junto con el mugre, la desazón, el vaho penetrante de la orina mal lavada y las manchas de tantas cucharas caídas inundaban la situación. Incómoda vida de incómodas repeticiones.
Él solía decir que en su casa vivían más animales que personas y era, penosamente, cierto: su compañía, aparte de ella, estaba conformada por tres gatos, dos perros, seis canarios y una tortuga que mal que mal demandaban atención y en numerosas ocasiones, parecían ser más de este mundo incluso que ella, que parecía siempre distante. Eso sin contar las muchas ratas y arañas que se esperaría habitasen los cuartos cerrados tantos años atràs. “Los motivos omitimos y luego olvidamos” era la escueta respuesta cuando alguna osada sirvienta, de esas esporádicas con buenas intenciones, se atrevía a preguntar por las puertas del segundo piso. Aunque con el tiempo, las criadas y las preguntas fueron en disminución al punto que ya nadie frecuentaba la inmensa y vacía casa.
Ahora, por su parte, su vida estaba dedicada por entero a ella; a servirla, lavarla, alimentarla y conversarle con la vaga esperanza de que, quizás, con sus cuidados y amor, volviera en sí. Los médicos, al menos los convencionales, nunca fueron muy optimistas respecto a ello, pero él no perdía la fe pensando en una de las últimas peticiones de la abuela antes de morir: No la abandones porque nunca se sabe cuándo puede ocurrir un milagro… En su oscura pupila seguía grabada la imagen canosa de aquel momento. Incómoda abuela con incómodas promesas: demasiadas ilusiones para tan poco hombre.
Se agachó y empezó a recoger las pozas más grandes de puré. Con el incidente la hora de la comida había terminado, de todos modos el plato estaba casi vacío. Debía, como correspondía, quitarle el babero y llevarlo a la cocina para un lavado exhaustivo de dientes: Eran sólo cinco y debían permanecer impecables y sin caries, sino, el problema podría tornarse mayor.
No se inmutó ni cuando le empujó la cabeza para botar la espuma ni cuando sin querer le lastimó la encía y empezó a sangrar: un hilito de sangre acompañando la elástica baba que bajaba por la mejilla derecha. Le inquietaba esa pasividad. De a momentos tenía que ponerle el dedo bajo la nariz para asegurarse de que aún respiraba. Le entretenía, sin embargo, el movimiento monótono de sus pies cuando estaban en el jardín; era, a su parecer, la máxima expresión de felicidad y él, nuevamente sonreía pensando que en ese silencio cerebral, aún penetraba una mínima nota del canto de la vida.
Cuando empezó a enfriar la noche, la entró. Recorrió a paso lento los pasillos y en la sala, la traspasó de la silla de ruedas al diván: el diván de terciopelo que solía amar, antes, y en el que ahora era sólo un lánguido y pálido pedazo de carne, deformemente recostado sobre la tela desteñida.
Caminó despacio hacia el piano, tanteando las melodías en su cabeza. No era tan bueno como ella, pero un poco sabía, y, por otro lado, los expertos, esos investigadores siempre ajenos y lejanos de los casos particulares, decían que la música hacía bien en situaciones “como la de ella”. Se dejó caer pesadamente en el butaquito frente a las teclas: momento de completar la última etapa de la rutina, antes de ir a la cama.
“¿Empieza con un sol, cierto?” dijo, mientras levantaba la tela que cubría el instrumento, pensando quizás que ella sabría a qué se refería. “Sí, era un sol ¿Te acuerdas que tú me la enseñaste?” se respondió para evadir el profundo silencio que empezaba a llenar el cuarto. Diez años y aún sufría con los silencios incómodos.
Sin esperar respuestas, las manos se le movieron solas. No importaba el nombre del sonido, era el sentimiento el que guiaba. Derecha, centro, una mano en la izquierda y luego vuelve. Repite. Derecha, centro, derecha otra vez. La habitación se ilumina, como si los colores mustios de las cortinas fueran fulgurosos rojos y dorados, como si las copas rotas abandonaran sus trizaduras y el polvo para renovar su brillo; hermoso verde el de la alfombra. Los perros ladrando felices en el patio, ya los niños corriendo, ya los pasteles en la cocina y ese olor a pan horneado flotando en el aire, llenando la casa de olores exóticos olvidados. Y el trino de los famélicos canarios, ahora plumíferos nobles, potente y sincero, acompañando armónicamente la escena. Al centro de todo, el diván, su terciopelo, su alma medio perdida, en dos o tres minutos, quizás treinta, cuarenta, mil, qué interesa, era eterna, reluciente, pomposa, altanera entre los otros muebles, como antes y encima del diván, le sonreía de vuelta, con más dientes, con todos los dientes y con esos ojos negros aún más vivos y simpáticos como en los sueños, así, felices lo que durara.
Pero, luego, como todas las noches, la música se escindía y con ella, las luces, el júbilo y la belleza, dando paso de nuevo a la misma anterior agonía, la patética conformidad de quien se resigna a la vida que lleva y que detesta. La misma monotonía como de pies colgando en la nada; sin ser feliz y sin poder huir.
El mismo cuerpo lánguido regado en el diván gastado, el mismo penetrante olor a orina, pequeños mundos en los montones de inmundicia del suelo, manchas verdes en el techo que antes no había notado. Serían nuevas. Tomó una servilleta, le limpió el chorro de baba del cachete izquierdo y notó un movimiento, tal vez involuntario, al hacer contacto el papel con su piel. “Ya, ya, no me mires así” le dijo mientras le acaricaba la cara, pero tampoco estabaº mirando, eran sólo impresiones y sonrió recordando la esperanza de mejoría. Con esfuerzo lo levantó y lo traspasó a la silla de ruedas, no se inmutó, pero no importaba. Miró por la ventana, pensó en la abuela, en los perros, los pasteles y suspiró pensando en los diez años que ya llevaba dedicada a él.

Naranja



Sólo las sucias se visten de naranja. Y los hombres, en silencio y a su manera, las miran tanteando la calidad de sus curvas. Unos con más y otros con menos disimulo. A ellas no les importa, ése es el objetivo.
Por la puerta izquierda, mientras la fila del banco se mueve lento, entra la primera. Sin ser hombre, yo también la miro y me molesta. Me molesta su cara de soberbia, su mirada de desdén, su caminar medio pomposo y esa pregunta tonta que todas hacen cuando encuentran a su primera víctima: “¿Está es la fila para…?”. Sabe que cuando se de vuelta, se le clavaran miradas en la espalda y en un placer oculto, un tanto morboso, sonríe fingiendo coquetería.
Se acomoda el largo pelo con la mano sobre el hombro. Qué sucio es el color naranja. Sólo la fruta es digna de vestirlo con elegancia, siendo que a veces, incluso, los tonos fuertes engañan a la vista y la alejan de un fondo ácido, cruel, inesperado. Siempre se habla de manzanas: yo creo que la más vil es la naranja.
Por el costado derecho sobresale una ruedita de grasa entre la camisa y el pantalón. Supongo que soy la única que lo nota. Es pequeña, desagradable, aborrecible, repulsiva, grotesca, pero ellos no lo notan. Sólo ven anaranjada su ropa y ya piensan en cómo se verá desnuda. Yo lo pienso ahora y me asqueo de mí misma por permitirme la imagen.
Cómo si fuera poco, tiene los ojos azules. El máximo signo y más seguro de superioridad racial y blanco permanente de la atención en el banco y lo más probable en cualquier lugar que entre. No importa si cabe la posibilidad de  que pudiesen ser falsos. Sólo importa que no sean negros o cafés, incluso el verde tiene un valor menor dentro del mundo de la estética. El azul es la madre.
Entran más mujeres, con ropas más ajustadas, pero parecieran ni inmutar  los pensamientos de los presentes: Morenas, rubias, altas, curvilíneas, todas hermosas en su estilo, inadvertidas se mueven hasta las filas que les corresponden. Café, negro, blanco, verde, demasiado comunes como para significar algo.
Yo la observo. Se apoya de un pie en otro a medida que pasan los minutos y se va impacientando. Un tipo de aspecto pobre que a primera vista no pude distinguir si era hombre o mujer, se le acerca y le susurra algo al oído.  Ella lo mira con desagrado.
Me pregunto si a alguno de los clientes le interesará saber su nombre, de dónde viene, por qué está aquí, a dónde va o si a alguna de sus víctimas realmente le gustaría conocerla, hablar de banalidades trascendentes, de a qué le teme, de sus padres, su hermanos, sus mascotas, su vida. Me pregunto si alguien la querrá más de quince minutos y siento compasión por ella.
Sus movimientos me inspiran un patetismo similar al de ver a un cachorro abandonado. Sonrío con disimulo, me paro de mi silla, me acomodo la blusa, me acerco a un caballero y pregunto: “Disculpe, ¿Esta es la fila para depositar?”, me sonríe, asiente con la cabeza y yo giro con lentitud. No importa, sólo las sucias se visten de naranja.

domingo, 23 de enero de 2011

Soldado avisado..

No, no creas que no le amo por estar diciendo esto. Sí, la amo. La amo cuando ríe, cuando me cuenta sus problemas y no deja de hablar hasta que yo me canso de que divague y cambio el tema; la amo cuando me mira y yo creo que estoy mirando el mar... La amo porque me hace sentir diferente, porque junto a ella no soy yo, sino que miles de personas luchando por una buena causa, con un ideal concreto, sano, tangible, común; La amo porque me gusta cuando me besa para que yo me sienta en casa.

No, no significa que ya no la ame el que te esté escribiendo a ti, esto ahora o el que aparentemente el proceso de recuperación paulatino al que someto nuestra relación cada cierto tiempo esté dando pequeños, pero grandes, resultados o aún más, el que piense constantemente en que hace uno, dos o tres años, cuando aún te conocía, yo no era la misma persona que soy hoy, junto a ella.

No, y por favor, no pienses que mi sentimiento ha cambiado en lo más mínimo, yo aún la amo con el amor sincero que pude, o no, sentir por ti alguna vez, pero que ahora dedico a ella: cuando llora, cuando canta, cuando delira, cuando me grita, cuando calla y cuando no está. Vivo por descubrir su manos en la oscuridad en que se ha convertido mi vida en el último tiempo...

No, no creas que no la amo por estar hablando contigo hoy... El amor no es tan escurridizo como lo planteas en tus modelos de vida ni tan efimero como te lo indica la sociedad a la que tanto alabas. Sí, yo la amo con todas sus virtudes con todos sus defectos, con sus sí, con sus peros, con sus por qués, con las palabras que quiero escuchar, con tantas otras que preferiría que nunca dijera. Con cada fibra de mi ser, la espero, la ansío, la quiero... pero simplemente, ella no eres tú

domingo, 9 de mayo de 2010

Todos los derechos los vetamos el año pasado, gracias.

Como la película que nunca fueron a ver y como la frase que nunca se digna a decir después de aquel tormentoso Lunes en que vendió su alma; como pingüinos bailando tap sobre hielo o Ricky Martin en su fiesta de cumpleaños; como 14 centésimas de soledad a $200 el kilo y 365 días prestados de la vida de algún santo... así se pasea por su mente.
Repta entre los recuerdos de infancia y el perro, el azul, el perro ese, para esconderse como una caricatura antigua, detrás de algún árbol o de alguna figura alegórica. Corre porque sabe que si no corre llegan y agarran todo lo que encuentran para dirigirlo a un pozo gris de agua turbia con muchos cabellos en él. Salta para alcanzar los niveles superiores de energía, para sacar cada ínfimo pedazo del ser que habita, para parar. Se detiene frente a abismos de nubes interminables colores por el aceite de los autos que se caen en ellos y que no encuentran el suelo. Luego, grita.
Como trescientos y El secreto de sus ojos; como quince minutos bajo el agua y diez minutos en el cielo; como la noche oscura y las hojas cayendo; como triste y sombrío. Así se escuchan sus gritos en su cabeza...
Y falta, sí, falta mucho para omitir el sentimietno.. pero estamos trabajando para su satisfacción.

sábado, 1 de mayo de 2010

El más profundo mejórate de mis 17 años.

Quizás sólo necesitaba golpearte y dejar de escribir en primera persona. Definitivamente eres la primera línea y definitivamente la palabra "definitivo" es una estupidez. En mi lado del colchón, el mundo sigue indiferente y yo, cada vez mas insuficiente emocionalmente como para fingir, como lo han hecho todos los grandes genios de la historia, que no me importa y que puedo encontrar un algo que me ayude a llenar alguno de los tantos vacíos existenciales.
Supongo que si mañana me levanto con la misma cara, la misma energía, el mismo aura, la misma moral, el mismo sentido del bien y el mal y los mismo números que se repiten para numerar algo cuyo sentido no comprendo al cien por cien, seguiré siendo yo con una carencia de verbos infinita y una escasez de pensamientos divergentes. Supongo que si quiero aún las mismas cosas y ando los mismos caminos, seguiré siendo yo con la nubecita morada, gris, verde, dorada, azul sobre la cabeza. Supongo que aún le buscaré sentido a los colores...
Y si me quito la cara, los nombres, los por qués y las razones (esos mismos que siempre nombro, pero que mantengo como basura en el repertorio general que se acomoda básicamente en mi bodega mental), todas las cosas cuya real clasificación empieza con la letra "m" pero siempre me ha parecido demasiado vulgar como para agregarla a una reflexión seria... si me quito las nubes y los paraísos.. si me quito las lágrimas y los péndulos y la estúpida manía de tildar de estúpido todo lo inconsciente que no comprendo.. Sí, tú, estúpida sombra mirando la pantalla, atrás mío.
Quizás sólo necesitaba golpearte y dejarte sin aire para sentirme mejor conmigo misma. Toda la confianza que gano y te regalo en los suspiros y el ceño fruncido... toda esa que es sólo sujeto sin predicado. Quizás sólo necesitaba borrarte y ponerte una máscara para rellenar mi mundo interior o algo así, por ese estilo, muy perdido, como siempre, de parte de Chile para el mundo y de Colombia a las memorias más recónditas de Gabriel. Quizás sólo necesitaba un tiempo a solas para dejar de escribir en primera persona... con ese gigantezco ego que me caracteriza.. y los mismo estúpidos números que no dejan desahogar a la persona que se baña entre mis ojos y a quien, sin entender por qué, aún no concibo la manera de amar.