lunes, 20 de abril de 2009

Olvidable

“Que si ese dios existe, encontrará una manera de demostrarnos que está ahí” y todo el pueblo se volteó para mirar al hombre de túnica blanca y barba larga sentado en la parte posterior del estadio. El hombre sonríe. La gente se emociona y comienza un baile mítico alrededor del fuego eterno que se consumía en el centro.
Todo el mundo esperaba que en un punto el cielo se abriera en dos y bajara el enviado para sacarlos de su miseria y entregarles la vida eterna, por eso bailaban: para que a la bajada, el dios los encontrara con una sonrisa en la cara y un alma joven animada por el alcohol y tonadas extrañas que alentaban movimientos exóticos. Las fiestas ya no eran algo nuevo, y de tanta juerga, los espíritus tampoco.
En las gradas, sentado, un hombre de pelo negro, de gabardina negra, sombrero negro, de ojos negros, de aura blanca y una mirada que provocaba no mirar miraba el cielo con expresión inteligente. Venía, pero no sabía de donde, tenía un destino incierto y un pasado oscuro. Tenía en su quimera un montón de aventuras contra esfinges y dragones, contra demonios y falsos dioses que le habían tratado de atravesarlo. Tenía un aire a aventura teñido en la piel y una sensación de invisibilidad golpeándole las pestañas. Entre la emoción y la fiesta, nadie lo miraba. Era él.
La noche era oscura, como siempre, en el pueblo que nadie recuerda. La luna brillaba poco, como siempre, en el cielo del pueblo que nadie recuerda. El viento era frío y rozaba la luna del cielo del pueblo que nadie recuerda. La gente era tonta, las vidas vacías, las ganas pocas, el tiempo muy breve y todo corría todo moría, todo vivía sin mayor sentido en el pueblo que nadie recuerda, basado en supersticiones y costumbres cuyos inicios y explicaciones estaban borrados de las memorias de las patéticas personas.
Él se levantó de las gradas como con ánimo para hacer algo diferente. Se sacó la gabardina negra. Se quitó el sombrero negro. Se pasó las manos por la cara y pensó que quizás ya era momento de hacerse notar. Tantos años viviendo en silencio, esperando, soñando, pensando, reflexionando y se empezó a dar cuenta de que hay momentos que nunca llegan si uno no los arma.
Caminó hacia el fuego. Sonrió. Sonrió como nunca había sonreído antes y los ojos negros se le tornaron blancos, la cara se le deformó y empezó a temblar y a gritar, justo al lado de la fogata. La gente seguía bailando desaforadamente. La gente gritaba también. La masa se movía en un vaivén absurdos al ritmo de tambores y sonidos abstractos que llenaban todo y a todos. De pronto, silencio. Él temblaba junto al fuego, su chaqueta y su sombrero quemándose lentamente, extinguiéndose en un humo grisáceo turbio y molesto que se elevaba y se escapaba con el viento al alcanzar una altura considerable.
El hombre de barba blanca se levantó de su silla en la parte posterior del Estadio, dio unos pasos hacia el frente, alzó sus manos hacia el cielo y exclamó “¡He aquí, hermanos míos, la señal divina que estábamos esperando!”.
La gente conmocionada empezó a correr por todas partes, tratando de agarrar todo lo que pudieran para su viaje a la tierra mágica donde el enviado habría de llevarlos.
Él temblaba en el centro, junto al fuego casi extinto, extinguiéndose él mismo en un montón de ideas que le venían a la cabeza mientras muchos pies se movían alrededor suyo. Él era por fin el centro de atención, feliz, emocionado, moría con los ojos blancos, un aura blanca, el torso desnudo, las nariz sangrando y una expresión de delirio única, propia de un valiente o de un aventurero, pero no de un dios.

“Que si ese dios existe, encontrará una manera de demostrarnos que está ahí” y todo el pueblo se volteó para mirar al hombre de túnica blanca y barba larga sentado en la parte posterior del estadio. El hombre sonríe. La gente se emociona y comienza un baile mítico alrededor del fuego eterno. El cielo se abre en dos y una luz maravillosa crece y nace y llama a todo aquel que desee a unirse al ejército de la vida eterna y la plenitud, pero nadie lo ve. Sólo un pobre tipo sentado en las graderías que cree que quizás es momento de hacerse notar.
En el pueblo que nadie recuerda, nadie recuerda lo que es Dios.

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