viernes, 27 de febrero de 2009

El Teatro de la Luz

A nadie le importa, ni siquiera un poco. Ni siquiera cuando se piensa que las cosas podrían cambiar de una posible y extraña manera como parte una fantasía cósmica, a nadie le importa lo que se diga porque vivimos en una secuencia de eventos constantes y desafortunados que se unen mediante palabras oscuras y que sólo te llevan a patéticos, por no decir tristes, y muy molestos lugares comunes.
Ella baila adentro, mientras afuera se escucha una tonada de acordeón mezclada con la lluvia que resbala lentamente por las moléculas de aire y polvo esparcidas como por coincidencia en diferentes lugares de la avenida. Además, aunque apenas son las ocho, las luces se han condensado y parece que todas titilan al son, partiendo por los faroles mal posicionados a lo largo de la calle, seguido por los pocos autos que pasan y terminando por las ventanas abiertas de los departamentos, creándose una película mágica para las pocas personas que siguen en pie, mientras el cielo se cae en ruinas. Resulta que después de 2000 años de lluvia, esta termina por convertirse en un evento cotidiano y ya no en una maravilla digna de admirar, digna de soñar o de esperar. La cotidiano se vuelve, luego, tedioso y molesto. Por eso se crearon los paraguas.
Él espera afuera sentado en la escalera de la puerta. Una escalera pequeña de pocos escalones, de esas que no se ven mucho en una ciudad perdida y olvidada de un país subdesarrollado, de un sistema solar de segunda categoría, en una galaxia de segunda mano y un universo tan necio que no le interesa lo que él esté pensando, porque esas escalerillas se reservan para aquellos cuyos sueños, cualquiera sean, pueden ser realizados y cuyos romances terminan siempre en un beso y un rencuentro veinte años después, cuando ambos son viejos y sabios, lo suficiente para darse cuenta de que no cometieron un error. Aunque en realidad, lo único que viene con los años son arrugas, recuerdos y la sensación insoportable de que quizás pudiste hacerlo mejor, opacada por el vano consuelo de que los errores también son para bien. El punto es que a él no le molesta esperar, aun mojado, cansado y tanteando una posible respuesta incómoda entre las manos.
Lo primero que se ve cuando se entra por la puerta principal es el escenario, el techo tiene grabadas letras doradas en un fondo negro, palabras sin mayor relevancia para nadie aparte de quien las escribió, una alfombra roja, las paredes laterales son negras completamente y tanto las puertas de la entrada principal, como la pared que la rodea, están cubiertas por espejos. Ella se mueve de derecha a izquierda y mira su reflejo como queriendo omitir sus propios pensamientos porque no sabe qué mas hacer. La música se acelera y sus piernas se aceleran también. Sus brazos, sus ojos, su torso, todo guiado por una melodía que no hace sino llevarla a lugares donde podría ir algún día, si quisiera o si se atreviera a tomar cartas en el asunto. Las luces, el momento, las personas mirándola, pensando que ella sabe lo que hace, todo para conducirla a un transe que finaliza cuando los aplausos la sobrecogen y el mundo pareciera chocar místicamente contra una sonrisa gigante que termina por explotarlo. Luego, muchas voces que chocan contra todo y se reflejan en los espejos y suben al escenario y bajan por las cortinas, que se escurren por la alfombra y se esconden bajos los asientos, dispersándose lentamente para dejar un largo y constante silencio.
Él está, ahora, parado junto a la escalera, dejando que la lluvia lo moje para que cuando ella lo vea piense que es esa película eterna y precisa que siempre soñó. La gente abre sus paraguas y camina sonriendo, otros suben a sus autos corriendo. En general, todos sonríen. Ella sale al final, baja las escaleras, abre el paraguas y pisa los charcos que se forman en el último peldaño. Se ven, se miran, se observan, no se reconocen ya y no porque hayan cambiado sus caras, sus manos, sus brazos, sino algo más, incompresiblemente abstracto y oculto.
Y ella sonríe. Sonríe porque le encantan las escenas bajo la lluvia y se piensa en una obra magnífica, de esas que ha actuado alguna vez. Y él sonríe porque ella sonríe. Entonces, la lluvia es un efecto especial y el viento frío es un efecto especial y el hecho de que estén en otoño y les guste el concepto o que se estuvieron pensando largo tiempo, sin saberlo, son acompañantes e incluso pareciera que la tonada en acordeón sonara de nuevo para que bailaran un rato en medio de la calle, como dos locos, como si importara en exceso, como si se quisieran o fueran una de esas personas cuyo sueños se realizan cuando sus romances terminan en un beso o algo así. Pero suena un claxon, después, se rompe el encanto, no fueron más que segundos, de cualquie forma y ella se va, sonriendo aún... Él la mira irse.
El cielo en ruinas se deja caer a pedazos. Un hombre de chaqueta y sin paragua lo siente golpearle los hombros y consumirlo lentamente, mientras su propia vida se resbala entre las moléculas de aire. Una mujer camina rápido hacia un auto, donde la espera un tipo con una rosa, mientras su mente se quema en recuerdos.
El cielo en ruinas se deja caer a pedazos, pero a nadie le importa. Ni siquiera cuando él piensa que las cosas podrían cambiar como parte una fantasía cósmica, a nadie le importa lo que diga porque vivimos en una secuencia de eventos constantes y desafortunados que se unen mediante palabras oscuras, actos cortos, escenas tardías y que sólo llevan a patéticos lugares comunes o a ser pobres actores de una obra finita en otro teatro de luz.

En realidad, el bueno siempre se queda solo al final.

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