domingo, 25 de enero de 2009

Vals

Le pide que bailen una vez más para sentirla cerca aunque sean cinco minutos. Que después se puede ir tranquila y salir de su vida, como ha hecho tantas veces, volver a entrar más tarde, quizás años, quizás meses, quizás días o el tiempo que le tome darse cuenta que los cuentos de hadas podrían existir si las princesas no fueran tan tontas de arruinarlos siempre.
Y él no tiene nombre, no tiene horas, no tiene pasados ni busca recuerdos. Él es libre, por ahora, pero busca encadenarse a ella como si su alma se fuera en ello. No la necesita porque nadie necesita a nadie para ser feliz, ni siquiera si cree amarla y en un caso excepcional de los pocos que se ven, que se conocen, que se sueñan, que se piensan en las mentes más retorcidas y obsesionadas con conocer la verdad de todo, en todo momento, en cualquier lugar para desligarse de la belleza total que ensordece, en uno de esos casos que no se quieren conocer para no sentirse tan patéticos y disconformes con la propia existencia, él la ama en realidad. Lo sabe porque él no busca algo para escapar, para variar, para cambiar de estado su mente y de color su aura, sino que la busca por lo que es. Y por lo que es la está buscando, ella sigue huyendo, y se siente tan tonto, tan tonto, que opaca lo demás, incluso las luces, incluso la música, incluso la gente bailando en círculos como se hacía antes, antes cuando usaban vestidos largos y peinados raros. Ella lo opaca todo.
Es la misma canción de tres tiempos. Todo se mueve en una armonía enfermiza y perfecta. Todo menos ellos, parados en medio de la pista con miradas confusas y profundas. Ella no es profunda, no lo suficiente, pero corre con suerte siempre, tal vez por sus ansias de ser alguien diferente o por su necesidad de ser reconocida. No sabe. Nadie sabe. Ella no puede amar porque no entiende qué es vivir por otro. No es libre ni pura y se ata a los segundos, temiendo cada hora su muerte. Cada 3600 es un fin y lo comprende. Nunca, o al menos no en un futuro cercano, va a querer como la están queriendo y por eso corre, escapa, se va, omite, pide y pide más, pero no existe un ser que le pueda dar más que lo que le están dando y se enoja, se harta, se aburre y sigue pidiendo lo que no es posible conseguir.
Él insiste y la mira fijo, como rongándole con la mirada que se quede y que aprenda a su lado, que no lo deje todavía, que puede tratar de ser más para que ella consiga lo que quiere, si es que quiere algo. Sin hablar, sin palabras, irónicamente sin silencios, la mira fijo. La observa y ya la extraña porque sabe que se irá de todas formas, aunque baile con él, cuando acabe la canción de tres tiempos, pero no le importa , rompe el silencio y le pide que bailen una vez más para sentirla cerca, para recordarla así cuando no quede sino un vacío entre ellos, le dice que después se puede ir tranquila, como ha hecho tantas veces, volver a entrar más tarde, cuando pueda darse cuenta que los cuentos de hadas podrían existir si las princesas no fueran tan tontas de arruinarlos siempre.
Tal vez los príncipes no tienen siempre la culpa, sino los músicos que acaban las canciones de tres tiempos.

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